Microcuentos

El hombre se refugió temprano en su cueva. Afuera vagaban los de grandes colmillos y su ferocidad era mayor en lo oscuro. Pero también había ciervos, y él tenía hambre. Escuchó un ruido y salió, los ojos del cielo que visitaban el río, le ayudarían a ver.

La luz empezó a brotar como una flor que nace. Llegó de lejos e invadió cada espacio de oscuridad hasta que lo cubrió todo. Era una luz diferente que brillaba como leche salpicada de estrellas. Se le metió por los poros y le inundó el pecho. Crecía, lo ahogaba, cada vez era más fuerte, avanzaba rompiendo todo por dentro. Entonces explotó, su pecho y su cerebro se abrieron.

¡Luz!, gritó él. La palabra surgió como un río desbocado. Eso que había sido sentido y pensado muchas veces antes era ahora un sonido, ¡Luz!, junto a una mano que señalaba en el cielo la blanca explosión.

Los otros habían salido de la cueva y lo miraban. Una muchacha frunció el ceño, contempló el lejano firmamento y dijo con dificultad: ¡Luz!

Luego, uno tras otro multiplicaron el sonido: luz, luz, luz. Reían y se empujaban. Eso que miraban era LUZ. Le habían puesto un nombre, ahora eran sus dueños.

¡Luz! A millones de kilómetros y miles de años antes había muerto una supernova.

 

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El grupo avanza lentamente entre los últimos árboles raquíticos que pronto desaparecerán. Los otros, al morir, se llevaron las lluvias y secaron los ríos. Ahora todo es arena y muerte.

Los hombres van delante arma en mano. La guerra lo ha destruido todo. Ese, lugar de origen de cientos de especies, es ahora un desierto. Dejaron morir a las plantas silvestres, madres de todas las plantas conocidas y las cambiaron por semillas de laboratorio. Dejaron de sembrar por sacarle a la tierra los metales que se llevaron otros.

—¡Agua! —grita un niño de rostro quemado.

—¡Hambre! —suplica otro, cuyos brazos son un remedo de vida.

La palabra, testimonio de la lenta muerte de este pueblo, es lo único que tienen y su eco busca sobrevivirlo.

 

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Mi voz es la verdad. Mi palabra es la palabra, dice el rey. Guárdense de las falsos discursos que trae el viento, no escuchen sus engañosos decires, sus vanos juramentos. Limpien su cerebro, olviden lo que han escuchado y aprendan las nuevas palabras de mi boca.

El pueblo esconde las letras, los sonidos, los recuerdos. Los centinelas buscan pensamientos. Las palabras se refugian en los rincones, curan sus heridas con olvido. Pero no mueren, saben que algún día volverán a brillar en la boca de algún valiente.

 

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La niña escucha el cuento que lee su abuela. El lugar es ahora un bosque misterioso donde los monstruos planifican sus nuevas travesuras. Más allá, en un mar turquesa, las sirenas cantan a la luna, mientras el dragón se estremece gozoso en un volcán que erupciona.

La abuela y la niña comentan y se ríen. Las palabras las visten con su ropaje de letra y fantasía.

Ahora te cuento yo, dice la niña y lee el pequeño libro. El paisaje y la historia son otros. La pequeña interpreta las ilustraciones, y cuenta su propia versión. Cuando la abuela se marcha y el rumor de su voz se apaga, la niña narra en silencio la historia original.

 

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Ahora, como al inicio, cuando empezamos a hablar, hemos vuelto a escuchar. Eso es lo que nos permitió sobrevivir, decirnos uno al otro lo que necesitábamos, lo que creíamos, lo que debíamos hacer.

Cuando llegó el caos con la gran crisis energética y todos los dispositivos electrónicos dejaron de funcionar, casi habíamos olvidado hablar entre nosotros y nos costaba expresarnos. Nuestra voz, guardada garganta adentro, sonaba ronca y sin matices.

Ensayamos en soledad. Conquistando los sonidos aprendimos otra vez a pronunciar las difíciles erres, saboreamos las emes en nuestros labios, las eles en nuestras lenguas. Y volvimos a oír al otro, a los otros. Extraño esto, si ya ni cuando nos amábamos decíamos algo.

La falta de medios masivos fue lo que hundió a la Central, porque no era lo mismo dar órdenes y ejercitar el poder con la palabra dicha a todos a la vez, sino a pequeños grupos que era lo único que podían hacer sus secuaces.

Y hablar y escuchar fue lo que nos permitió organizarnos para volver a los campos abandonados a sobrevivir otra vez de la tierra. Y dejar solas las venenosas ciudades de acero y vidrio con sus erráticos gobernantes empeñados en no recordar las sencillas palabras de la vida diaria y que sus manos servían para algo más que aplastar botones.