Presentación de textos de cuatro autores ecuatorianos
de literatura para niños.

 

Leonor Bravo

Esta mirada de la producción literaria para niños en el Ecuador, que ahora presento en este foro, hace énfasis en dos aspectos: el interés por el desarrollo de temas ligados a la identidad y a la comprensión de la interculturalidad en la obra de los autores presentados, por ser algunos de los más importantes ejes alrededor de los cuales se desarrolla este género en nuestro país.

La literatura infantil ecuatoriana es, salvo algunas excepciones, una literatura intercultural, que de diferentes maneras y con diferente acento expresa el profundo mestizaje del que somos producto y presenta a esos múltiples otros tanto en el uso del lenguaje como en los personajes; en la historia, en el paisaje y en su rica biodiversidad.

Es una literatura que enfoca el problema de la identidad desde el aquí y el ahora, cambiante y en constante evolución y no como algo sagrado e inamovible. Y que al hablar de los orígenes, aspecto fundamental en el tratamiento de la identidad, no tiene ese tono nostálgico que ve al pasado como el tiempo ideal al cual se debería volver, sino que, con el recurso de la ficción, ensaya un diálogo con él, como algo que merece ser conocido y descubierto.

Es una literatura que sin acuerdos previos ni consignas ni en el afán de adoctrinamiento reflexiona en la identidad nacional y latinoamericana y aporta en su construcción. Vuelve a mirar al país sin los prejuicios y estereotipos de ser o  el mejor o el peor, con esa visión exaltada o dolida tan característica de nuestros pueblos, y escribe sobre él para entenderlo y entendernos, para ser entendidos; para enriquecer nuestras cualidades como nación, como seres nacidos en un paisaje particular, formado de muchas caras y aristas. Permite a los niños tener un encuentro enriquecido con su país y reflexionar sobre él y su cultura, y les ayuda a tener una proyección mayor de sí mismos y una comprensión más amplia del mundo en el que les tocó vivir.

Y de esa literatura voy a presentar a cuatro autores con cuatro voces diferentes, con distintos modos de hacer literatura, pero con algo en común: su énfasis en la identidad desde diferentes manifestaciones, su intención de hacer una nueva lectura del país sin descuidar su valor estético como discurso literario y el aspecto lúdico y placentero de la lectura: Edna Iturralde desde la etnohistoria y una marcada interculturalidad, Edgar Allan García, desde el rescate de la literatura oral, los mitos y las leyendas, Soledad Córdova desde el habla, los decires propios, los paisajes y la cotidianidad y Leonor Bravo que desde la vena fantástica recrea lo próximo y lo distante en el tiempo y parecería tener la intención de contar una mitología que se ha perdido, una historia aún no dicha de su pueblo.

EDNA ITURRALDE

Inicio con Edna Iturralde, quien tiene posiblemente la mayor obra en esta línea:

Si yo fuera pintora, dice Edna Iturralde,y  me propusiera pintar un cuadro que representara al Ecuador con sus diferentes etnias, pueblos y culturas, lo pintaría en las laderas rocosas de las montañas, en las pampas y tabladas, en las orillas del Napo y del Pastaza, y a lo largo de las anchas playas.  Pero soy escritora.  Mis pinceles son la investigación con la cual ficciono, mi patria es el lienzo y los colores, la gente que pone a mi alcance de viajera cansada la sopa de quinua o el bolón de verde,  o los trozos de yuca con bocachico frito.

Edna Iturralde es autora de veinte y tres libros de literatura para niños, entre cuentos y novelas. Su  obra más importante  está  ligada a la etnohistoria narrativa, género en el cual es pionera en el Ecuador  y en la que explora la diversidad y la identidad multicultural de los pueblos que nos conforman. Su aporte es substancial en esta época en la que las historias locales y regionales pierden importancia y las huellas de lo perteneciente a determinados grupos étnicos se ha vuelto asunto de pocos.

En la línea de la interculturalidad tiene los siguientes libros:

 “Verde fue mi selva”, cuentos sobre las diferentes etnias amazónicas, que narran historias de las culturas achuar, shuar, huaorani, secoya, siona, cofán, quechua, de su comunión con la naturaleza y de su particular modo de vida y también de su enfrentamiento con el desarrollo, con sus ríos manchados de petróleo, con su selva mutilada por el avance devorador de la civilización.  ¨Caminantes del Sol”,  que narra el viaje que realiza el pueblo Saraguro desde el Perú de los incas, en calidad de mitimaes; “Entre cóndor y león”, es la historia de una hija de un conquistador español y de una  princesa inca, hermana de  Atahualpa.

“Y su corazón escapó para convertirse en pájaro”, relatos del pueblo negro, en el que hace un seguimiento cronológico de la presencia africana en el Ecuador y tienen como  base mitos, tradiciones y vivencias, trasmitidas oralmente de generación en generación, fruto de una minuciosa investigación.

“Los rayos del sol caían como cuchilladas sobre la cubierta anunciando otro día de calor insoportable, mientras un viento vacilante empujaba lentamente al velero sobre las aguas del Atlántico, avergonzado por la carga que llevaba.

Se abrió la compuerta de las bodegas y hombres, mujeres y niños treparon por una escalera de soga y subieron a la cubierta. Eran africanos, de distintos pueblos y reinos del occidente del África, capturados para ser vendidos en el Nuevo Continente”.

Así empieza Edna Iturralde estos  catorce relatos, con una historia ubicada en el siglo XVI cuando se inició la diáspora del pueblo negro.

Uno de los personajes más interesantes que forman parte del libro es Alonso de Illescas, un exesclavo y guardián de esclavos, quien decidió convertirse en cimarrón para ayudar a los suyos. En la actualidad es  símbolo de libertad y unidad de los diferentes grupos de afroecuatorianos. Su crucial decisión está narrada en el cuento “Las cuatro conchas” del cual voy a leer un fragmento:

       —¿Por qué vigilas a los esclavos del español? ¿Acaso a ti no te hicieron esclavo? –preguntó la mujer.

       —¡Pero ahora soy libre! Soy libre desde que tengo once años –exclamó Alonso.

       (…)

       La mujer se agachó y, al igual que la niña de la noche anterior, dibujó en la tierra las cuatro conchas unidas.

       —Este es el símbolo africano de la unión de su gente, el cauri. Tú estás destinado a luchar por la libertad de los negros esclavizados y unirlos. ¡Estás llamado a ser un cimarrón!

       ¡Un cimarrón! Alonso se sorprendió. Él sabía quiénes eran los cimarrones…: los esclavos fugitivos rebeldes que luchaban por su libertad y la de sus compañeros desde lugares ocultos, de difícil acceso, llamados palenques. En todo el continente estaban ocurriendo levantamientos de esclavos y abundaban los cimarrones. Pero él no era esclavo… ¿cómo podía pedirle aquella extraña mujer que se volviera un cimarrón?

       —Dime quién eres… —suplicó Alonso.

       La mujer levantó su barbilla y pareció aumentar aún más de estatura.

       —Soy la que no tiene principio ni final. Soy el espíritu de tus antepasados y la niña que ves aquí es el futuro… que depende de ti.

       El humo de la hoguera se volvió espeso. Alonso cerró los ojos porque le empezaron a arder. Cuando los abrió, se encontró solo. No estaban ni la mujer ni la niña, ni la casa y ni siquiera el poblado.

       (…)  Repentinamente todo volvió a su memoria. África… era un niño otra vez. Vio a su madre cultivando la tierra con esmero y recordó con qué orgullo su padre le contaba las hazañas de valor de los mayores… Pensó en sus antepasados, a los que él pertenecía siendo solo una prolongación de los mismos. El recuerdo de sus ancestros lo llenó de una energía especial. Sintió que su espíritu crecía y que, a partir de aquel momento, defender la vida y la libertad de sus hermanos negros sería su obligación.

       Alonso se quitó la casaca española que llevaba, luego la camisa y los pantalones, y se quedó solo en calzones blancos. El viento tibio le abrazó el pecho y la espalda. Era un renacer, un volver a sus raíces y una alegría extraña se apoderó de él. Dibujó en el suelo las cuatro conchas del cauri, el símbolo de la unidad. Cada una de ellas representaría un palenque, que se multiplicaría tantas veces como hombres y mujeres rebeldes hubieran en esa tierra… como hombres y mujeres ansiosos de libertad  hubieran en esa tierra…

       …Y Alonso de Illescas partió a buscarlos.

En J.R. Machete,  una novela sobre un niño que vive en la época de la revolución liberal y que pese a su corta edad combate a órdenes del general Eloy Alfaro, Edna narra un período convulsionado que marcó el futuro del país y lo impulsó a la modernidad.

Era de noche cuando Ña Ninfa y Juan Rodolfo llegaron a Bahía de Caráquez. Una tenue neblina rodeaba el puerto y apenas se podía vislumbrar, a la luz de una luna llena, el promontorio de El Centinela, el gran arrecife que domina la ciudad. A la distancia, sobre el muelle, puntos luminosos se desplazaban de prisa. Cuando se acercaron, vieron que eran hombres con antorchas y candiles que iluminaban el muelle mientras otros abordaban una pequeña lancha.

       El niño y la abuela dejaron amarrados sus caballos y se aproximaron. Preguntaban cómo hacer para encontrar al general Alfaro, cuando lo vieron.

Era un hombre de pequeña estatura. Tenía una mano en la cintura y en la otra sostenía un largo cigarro que se llevó a los labios. El resplandor rojizo del tabaco iluminó su barba puntiaguda. A pesar de estar inmóvil, una tremenda energía emanaba de su persona. Juan Rodolfo instintivamente supo que era él.

(…)

       El Alajuela, el buque que Alfaro trajo desde Costa Rica, estaba fondeado frente a Bahía, en un lugar llamado La Poza; esperaba dirigirse a Manta para entablar un combate naval contra los buques gobiernistas.

       —Abuela, abuela… —susurró el niño para no ser escuchado— ¡Vamos con él!

       —¡Estás loco muchacho! —devolvió el susurro ña Ninfa furiosa—. Sería muy peligroso y, además, yo no sé nadar.

       Pero Juan Rodolfo estaba decidido a hacerlo. Tal vez fue por el parecido que Alfaro tenía con su padre, o por su increíble carisma, pero la verdad era que sentía que su deber era partir con él. Aprovechando un descuido de Ña Ninfa, abordó la lancha y se escondió debajo de unas sogas.

Miteé y el cantar de las ballenas, cuenta la historia de un niño de la cultura Machalilla, nacido hace 3200 años, quien en un viaje  en el tiempo a lomos de una ballena, visita las diversas culturas que habitaron la costa ecuatoriana desde hace 5000 años,  y un recorrido geográfico hasta el lejano Golfo de Tehuantepec en México para comerciar con la sagrada concha spondylus, el mayor tesoro de su pueblo.

Esta es una de las historias que Miteé escuchó en su recorrido:

Posorjá –espuma del mar- era una niña que  llegó en las olas a las playas frente a la isla Puná, sin que nunca nadie supiera de dónde vino.  Colgaba en el cuello este caracolillo de oro que se ponía en el oído y hacía profecías, o sea, por medio de este pequeño caracol sabía lo que iba a suceder y se lo contaba a la gente para que se preparara, bien fuera para lo bueno o para lo malo; para abundantes cosechas o escasez de alimentos, sequías o fuertes temporadas de lluvia, pactos amistosos con otros pueblos o guerras. Posorjá decoraba sus largos cabellos con flores que nunca se marchitaban en su cabeza y cantaba extrañas canciones que calmaban al mar cuando sus aguas se embravecían. Un día Posorjá decidió volver  de donde había venido; entregó su amuleto al cacique del lugar, que era mi abuelo, y se sumergió en las olas volviéndose espuma del mar. Desde aquel entonces aquellas playas  se llaman Posorjá en recuerdo suyo.

Dejamos a Edna con sus viajes mágicos en el tiempo y vamos al encuentro de una escritora cuyo tema literario es el aquí y el ahora.

SOLEDAD CORDOVA

 

Creo que la palabra llegó a mí de esta manera. Sin que yo la llamara ni porque yo me hubiese propuesto valerme de ella, dice Soledad Córdova. Las palabras me empezaron a salir, como la mala hierba; como las pequeñas plantas de taraxaco que crecen en ese ángulo que se forma entre la vereda y el asfalto. Tal vez empecé a ensayar las primeras notas, en los tiempos de la escuela, cuando hacía redacciones para la profesora. Pero en ese momento no me escuchaba a mí misma, seguía obediente, las instrucciones de mi nana, la Zoilita, que me pedía que tratase de escribir algo sincero y mío: algo original.

Soledad Córdova es una escritora de lo cotidiano, de las pequeñas cosas que conforman la vida diaria; de los detalles que hacen de la identidad algo tangible; de los afectos del día a día, de lo sencillo. De la belleza del paisaje que ve por su ventana, del canto madrugador de los pájaros vecinos, de la araña que teje en un rincón oculto. Del lenguaje coloquial con el que hablan las madres con sus hijos, lenguaje cargado de sonidos, de ritmo y de poesía.

Entre sus doce libros publicados se destacan Odio los libros, Poemas de perros y gatos, Poemas con crema, Mi libro, Romance de la Duermesiempre, Hermosa Puropelos, La quebrada de Guachalá.

La señora Antuquita que es el retrato de una anciana y el retrato de un pedazo de Quito, ciudad larga y estrecha, en la cual la identidad de los habitantes, al igual que el clima, tiene otro matiz cada pocas cuadras. Por eso una cosa son los del norte y otra los del sur. Y, por supuesto otra los del centro, donde vive la señora Antuquita, lugar en el que se guardan las tradiciones y viven los quiteños de verdad. Esta novelina nos muestra a un Quito que va desapareciendo, una ciudad que se ha vuelto grande a la fuerza y va quedándose sin la amistad de los vecinos y los compadres, la tienda de abarrotes como lugar de reunión y la calle como lugar de paseo.

A continuación leeré un fragmento del segundo capítulo de este libro

       Desde la azotea se pueden ver muchas cosas. Hay un paisaje bajo de tejados con diversos tonos de color naranja y café; un paisaje lejano de montañas grises y azuladas que se recortan en el horizonte que empieza a clarear, y hay un paisaje alto, de nubes desparramadas en un cielo que es de luz, sin ser todavía ni azul, ni celeste. Es un cielo de color sin nombre, que solo existe en los amaneceres.

       La señora Antuquita contempla los tres paisajes y aspira hondo. ¡Cómo le gusta el olor de la mañana! El aire huele a fresco, a limpio y a rico. El rocío tempranero ha dado al aire un olor especial a campo, a tierra humedecida y a matorrales.

       La señora Antuquita se siente feliz en el silencio de la azotea y mira desde lo alto cómo la ciudad todavía dormita. Luego, extiende la mano y se pone a acariciar a su gato, que se ha trepado al murito del borde de la azotea. Juntos observan cómo todo se llena poco a poco de la luz del nuevo día. Allí se quedan pensando muchas cosas en el silencio fresco.

(…)

       Piensa en el color cambiante de la luz del alba y se acuerda de su infancia. Era chiquita y se asomaba a la ventana de la buhardilla de la casa de sus abuelos para ver amanecer. Al fondo se adivinaba la figura del Cayambe, que iba asomándose, poco a poco, con la luz del día. Ella esperaba quietecita escuchando el canto de los gallos y de los demás pájaros, hasta que acabara de clarear. Cuando la montaña estaba ya blanca y reluciente al fondo del paisaje de lomas coloridas, para Antonia empezaba el día.

Algunos aspectos de la vida de los indígenas de la Sierra son descritas con gran riqueza de detalles en el cuento Acaiqui, en los que Soledad detiene la mirada como queriendo apresar el espíritu que los habitan.

La abuela sabe mucho. Sabe casi todo. Sabe por dónde vienen las nubes cuando va a llover y, por las estrellas del cielo de la noche, si al otro día va a haber sol.

Agachadas, las dositas, acomodan en el fogón de pequeñas piedras, la leña del campo. En el cuarto no hace frío: las gruesas paredes de adobe conservan el calor y hay apenas una ventanita pequeña, bien cerrada, que no tiene rendijas.

El abuelo siempre se va muy temprano a trabajar en la hacienda, y se va llevando chuchuca y unas papitas con pepas de zambo, para el rato del hambre. La mama Tránsito prepara todo en silencio, mientras escucha los ruidos de la madrugada: un gallo, la leña que crepita en el fuego, los cuyes, los pasos del abuelo.

Acaiqui, acurrucada en un rincón junto a una parva de leña, no le despega el ojo a un cuy chiquito que se asoma entre las ramas amontonadas. “Caracho, si fuera de día”, ella piensa. “Ya te hubiera cogido, bandido, si no estuviera medio dormida”.

La quebrada de Guachalá es una evocación de los recuerdos de infancia en la hacienda familiar, cuando al calor del fogón una anciana indígena asustaba a los niños con cuentos de aparecidos, y es una forma de percibir el paisaje particular de la serranía.

Es el atardecer y el viento no sopla; las hojas de los árboles se han quedado inmóviles en un silencio mágico. Uno se pregunta: ¿qué pasa que el chirrido de los colibríes se detiene y el canto matizado de los gorriones desaparecer? Tampoco está el grito metálico del mirlo ni la conversación del huirac churo. Se han callado las tórtolas con su arrullo quejumbroso que anticipa la noche, y ya no están las bandadas de trigueros de la mañana, ni las moscas que bailan contentas en el trasluz del sol. Es un instante en el que se ha detenido el tiempo con el aire y con lo demás, y que me hace evocar sensaciones de algo que pasó hace tiempos, en mi infancia.

Soledad se queda en esa quebrada sumida en un instante único en el que el tiempo se ha detenido y nos acercamos a Edgar Allan García, narrador de espantos y aparecidos.

EDGAR ALLAN GARCÍA

 

Es falso que yo escriba para niños: yo escribo para seres humanos. Me gusta asombrarlos, deleitarlos, sorprenderlos, intrigarlos, estremecerlos, hacerlos reír, pensar, recordar, imaginar, rabiar, soñar… Ellos –sus voces, sus ecos, el brillo de sus ojos- son mi espejo, al tiempo que soy su propia imagen reflejada en el espejo, ése en el que los descubro mirándome mientras creen que se miran a sí mismos. Tal vez por eso quiero todo el tiempo decirles al oído lo que acaso no pueden o no quieren decir ellos mismos; o susurrarles palabras que quieren o tal vez no quieren escuchar. Y todo ello porque me gusta pensar que son mis/nuestras palabras, que es mi/nuestro secreto, que son parte de mi/nuestro sueño, tan íntimo y sin embargo tan colectivo.

Así se presenta Edgar Allan García escritor de poesía, narrativa y ensayo, autor de 29 obras para niños y adultos y coautor de otras siete más, quien aporta al fortalecimiento de nuestra identidad con el rescate del mito y la leyenda, de la literatura oral y de la tradición popular, pero hace su acercamiento al género desde una mirada lúdica y a veces irreverente, con un lenguaje fresco y renovado  que le ha ganado la aceptación inmediata de niños y jóvenes. Edgar, de quien un niño dijo alguna vez, mientras reía al leer sus libros Kikirimiau y Palabrujas: “se ve que este poeta no ha madurado”, tiene una relación lúdica con la escritura. Juega con las palabras, hurga en sus múltiples significados y cuando así lo decide les hace decir lo que él quiere, enriqueciéndolas, por eso dice que “cuando las palabras se ponen alteradas, se vuelven palabrotas y cuando se ponen majaderas, se vuelven palabrejas; más cuando hacen magia y nos llenan de imaginación y bienestar se vuelven PALABRUJAS»  Y desafía a las historias a jugar con él, como ocurre con sus dos libros de mitos y leyendas, las reinventa, se introduce en ellas, asiste al hecho, se relaciona con los personajes y se las entrega a los niños y jóvenes desacralizadas y aderezadas con buenas dosis de picardía.

En la presentación de Leyendas del Ecuador, Edgar Allan dice:

Yo conozco a la mujer que canta agua, y al anciano que habla piedras blancas, y al muerto que viene y va por los rincones sin morir nunca, y al duende que desteje en la noche lo que tejiste en el día, y a la niña que siempre se aparece en tus sueños y cumple todos tus deseos, y al barquero que navega lento sobre un ataúd lleno de velas negras, y a la mariposa que es mariposa y flor azulada al mismo tiempo, y al cura que por borracho asistió a su propio entierro, y al bufeo, delfín de río que se disfraza de hombre para robarse en las fiestas a las muchachas más hermosas, y a la anciana que cuida el tesoro que está al final del arcoiris…

En El Padre Almeida, leyenda sobre un fraile juerguista de la época de la colonia, invita al lector a participar activamente, y a tomar partido en la historia:

Que necio este padre Almeida. Mírenlo, mírenlo nomás cómo se sube como una araña negra por esa pared del claustro en lugar de estar durmiendo a estas horas de la noche, ¿y todo para qué?, pues para irse a tomar aguardiente a la cantina de la esquina, mi más ni menos. Y lo peor de todo es que, para saltar al otro lado, el muy sinvergüenza se apoya en uno de los brazos de un Cristo de madera que está cerca de la pared. ¿Lo ven? Sí, ese mismo, el Cristo que tiene la cabeza a un lado y parece estar mirándolo muy serio mientras el farrista, indiferente al Cristo que lo mira, sube rápidamente por la pared.

Entonces, de pronto, el padre Almeida escucha que el Cristo de madera le dice: “¿Hasta cuándo padre Almeida?”, y el muy grosero, en lugar de sorprenderse o asustarse porque el Cristo de madera le acaba de hablar, le contesta: “Hasta la vuelta señor”. ¿Lo escucharon? “Hasta la vuelta”, y con qué tranquilidad.

En Historias espectrales el tono se vuelve más serio y trascendente como corresponde a un título así, y camina entre los cuentos de terror y las historias de seres fantásticos y aparecidos cargados de ese realismo mágico tan propio de nuestros pueblos, como las  del cuento El Bambero y el Riviel

En Semana Santa nadie podía bañarse en el río porque nos convertíamos en pejes, dijo don Julio Estupiñán, luego de echarnos el humo de su cachimba. Afuera las chicharras entonaban su música monótona y adentro una enorme mariposa negra daba vueltas alrededor de una de las velas. No podíamos partir leña porque decían que era lo mismo que darle hachazos a Nuestro Señor, continuó Don Julio. Carraspeó y tragó un poco de agua zurumba, una deliciosa infusión de hojas de limoncillo y panela, mientras lo observábamos sin parpadear. Tampoco debíamos cortar una planta porque, según decían, era como si cortáramos en pedazos a Dios. Ni debíamos montar a caballo porque podíamos convertirnos en duendes. Estaba prohibido comer carne roja, pelear con los hermanos y tener pensamientos retorcidos. Mejor dicho, no se podía hacer casi nada, sentenció y exhaló una gruesa bocanada de humo.

    Se oyó el crujido cerca de la casa de caña donde estábamos. Don Julio abrió  los ojos e hizo un gesto para escuchar mejor. El crujido de ramas secas quebrándose se repitió. ¿Qué es eso?, murmuró Anita. No sé, le dije en voz baja. Un animal seguro. No, susurró don Julio, eso no es animal ni nada que se le parezca, ese que anda por ahí no tiene cuerpo, pero se hace sentir, no es animal pero gruñe, no es hombre pero a veces grita como humano. Nos quedamos en silencio entumecidos, esperando.

En busca de sus secretos y de su magia ancestral, Edgar penetra también en la vida de los pueblos amazónicos. Daniel el pequeño guerrero cuenta la historia de un niño shuar y su encuentro con el espíritu tutelar de su pueblo.

En la madrugada, en la tiniebla más profunda, se escuchó un rugido que los sobresaltó. (…)

—Es Arútam  —dijo (el padre) con un hilo de voz—, no te muevas.

Arútam, Daniel lo sabía bien, era el espíritu protector de los shuar que con frecuencia se transformaba en jaguar. Era posible, sin embargo, que su padre, trastornado como estaba por la fiebre, se hubiera equivocado y aquel no fuera más que un jaguar hambriento, a punto de saltar sobre ellos. Con todo, ya era tarde para huir, las brasas amarillas de sus ojos estaban a no más de dos metros. El suave chirrido de la noche se rompió con un nuevo rugido y Daniel sintió que todos sus huesos vibraban dentro de la carne, pero que extrañamente su corazón permanecía tranquilo. Un lengüetazo caliente bañó su rostro y ronroneó con suavidad en sus oídos. Daniel tuvo la impresión de que si alargaba la mano podría tocar el rostro del enorme animal y, sin pensar en lo que hacía, palpó la trompa babeante y los colmillos del jaguar que pareció complacido con su toque pero, en un segundo, su mano se hundió en el aire y la noche. El jaguar, de pronto, había desaparecido. Minutos más tarde, la mañana empezó a desperezarse y una luz turbia golpeó el encrespado lomo del río.

Mientras Edgar escucha maravillado a ese rugido que se aleja en el verde profundo de la selva, me voy a permitir hablar también de mi obra puesto que encaja dentro del tema que estamos tratando, y para no romper con el tono continuaré la presentación en tercera persona.

LEONOR BRAVO

 

He tenido amores varios en esto del arte y la creación: la pintura, el canto, los títeres, sin embargo me he quedado con ese que es un amor de la madurez y que es, definitivamente, el que más satisfacciones me ha dado: la escritura y la escritura para niños, además. Porque yo tengo claro a mi lector implícito, talvez porque la primera lectora es mi niña interior con la que mantengo diálogos intensos y perennes en los que comparto sus travesuras y busco entender sus miedos y sus dolores no expresados. En los que le cuento, me cuento, que detrás de la puerta no está una bruja o un monstruo y que, si efectivamente están allí, son solo traviesos acompañantes que tienen nuestro mismo rostro. Diálogos de tinta y papel, de carne y sueños que me permiten luego dialogar con mis lectores, sabiendo lo que comparto con ellos.

Leonor Bravo con veinte obras publicadas de literatura entre novelas y cuentos, y otras 10 en la línea educativa, inicia su andadura con Viaje por el país del Sol, libro que por  sus características técnicas de gran  formato y 70 ilustraciones a todo color, producido con el fin de evidenciar la existencia de la ilustración infantil en el Ecuador, marca uno de los inicios de la nueva literatura infantil ecuatoriana.

Una parte de la obra de Leonor, reunida en tres novelas de la Serie Los libros de La Escondida, planificada para ser cinco, sigue la línea de la que fue casi su primera obra, Viaje por el país del Sol, en el cual dos niños recorren todo el país y llenos los ojos de magia, miran aquello que a pesar de estar ahí, casi nadie conoce o reconoce: la belleza de esa tierra multicolor, la magia escondida en sus volcanes, el milagro de ser uno de los países más biodiversos del mundo a pesar de casi caber en la cáscara de una nuez.

Un país del que el abuelo, frente a los muchos regalos que de cada lugar les han traído sus nietos, dice:

—¿Saben qué es todo esto? Es el país. El país real, ese que casi no conocemos, del cual todos nos hemos olvidado. Ese país que es de ustedes y nuestro, ese que todos llevamos dentro sin saberlo.

—Este es el país, descubierto de nuevo por ustedes —dijo la abuela Conchi—, como puede hacerlo cualquiera que lo mire con los ojos del corazón.

Y Leonor lo descubre y lo recrea en sus novelas en las que fusiona fantasía con realidad, cotidianidad con magia, y concilia aquello que existe para el ojo común con esa ficción que narra lo que ella oye decir a los pueblos que se quedaron sin voz en la historia por no tener lengua escrita, y le crea a su tierra nuevos misterios y secretos. En La biblioteca secreta de La Escondida, primera novela de la serie, desarrolla ya miradas acerca de lo telúrico que son una constante en su obra

Mama Tránsito aguardó que su familia se durmiera para salir, bien tapada con su chalina, a esperar a los espíritus buenos, como los llamó ella. Luego, todos se dirigieron a un campo abierto donde los duendes prendieron una enorme fogata.

—Esta es la tierra de mis mayores –dijo Mama Tránsito –, lo que yo sé me lo contaron ellos, y a ellos, sus mayores. Todos los que eran de mi edad, han muerto, solo quedo yo. Los jóvenes ya no me escuchan, ni me creen; piensan que estoy loca.

—Nosotros sí le creemos, Mama Tránsito —dijo Alegría.

—Esta tierra es mágica y sagrada porque es la tierra de la mitad, la puerta del centro de la Pachamama, donde el sol cae recto, el lugar más ancho del mundo —continuó la anciana—. La puerta nace en el volcán de nieve. En este lugar han vivido, antes que los humanos, los seres de las profundidades, los seres del aire y los seres de la tierra. Desde aquí se puede llegar a todas partes.  Debajo hay cientos de caminos, unos van hacia el norte, al Chinchasuyu; otros van hacia el Kullasuyu, donde dicen que se acaba la Tierra, en unos hielos enormes; muchos hacia el Antisuyu, donde nace el sol, y otros hacia el Kuntisuyu, el sitio donde descansa. Desde aquí parten las cuatro direcciones sagradas. Estos caminos cruzan las rocas, los pantanos y pasan por debajo del mar.

—Mamita Tránsito –dijo Julia– queremos saber donde quedan las fuentes de agua subterránea, para utilizarlas si algún día hace falta.

—El agua es sagrada, no se puede desperdiciar, no se puede gastar porque sí. Si otros saben de su existencia han de venir a llevarse, para vender, para malgastar. Este es un secreto de los mayores, yo no lo puedo decir.

Uno de los temas que tiene secuencia en estos cuatro libros es la atención que da a la cultura culinaria, a la variadísima comida ecuatoriana, que en cada provincia es otra, esa comida que por ser artesanal y a veces complicada de preparar va perdiendo terreno frente a los macdonals y la pizza. Así en cada una de las novelas se presentan recetas de comida tradicional algunas de las cuales, posiblemente los niños lectores ya no conozcan. En uno de los capítulos de A medianoche durante el eclipse, segunda novela de la serie, la abuela costeña enseña a sus nietas serranas a preparar la Sopa Marinera:

—Mientras hierve el agua, ustedes niñas, con el apoyo de su abuelo laven los mariscos, que no quede nada de arena en esas conchas —dijo la abuela—. Esmeralda va a pelar los camarones, a cortar los calamares y el pulpo. Y yo voy a hacer el refrito que tiene pimiento, cebolla colorada, ajo, achiote, orégano, tomillo, comino, sal y pimienta.

Cuando el refrito estuvo listo en la enorme olla, y toda la casa olía a ganas de comer, colocaron el agua y una vez que ésta hirvió le agregaron una taza de cada uno de los mariscos: pulpo, media libra de calamares, conchas, ostiones, almejas, y dejaron hervir durante media hora; luego pusieron una libra de corvina cortada en cuadraditos, y al final la carne de cangrejo y los camarones.

—Antes de apagar la olla, le colocamos la hierbabuena.

—Esta comida será memorable niñas —dijo papiPedro—, hace bastante que no comía tan bien, voy a agradecer que vengan más seguido de vacaciones.

—¡Ay don Pedro tan exagerado! ¡Qué van a pensar las niñas! —protestó Esmeralda—, que aquí lo matamos de hambre.

—¡Espérate nomás a que se vayan y lo ponemos en ayuno! —dijo riéndose la mamita Rosa.

—Prometo no decir nada más, pero ¡la verdad es la verdad! —se defendió él.

—Ahora sí —dijo la abuela— vamos a bañarnos y a cambiarnos para estar guapas para el almuerzo.

En el Secreto de los colibríes, la tercera novela de la serie, Leonor desarrolla con más fuerza la idea del lugar sagrado y mágico que se esconde detrás del cemento y ruido cotidiano de la ciudad donde viven.

Al primer contacto el libro se abrió. El sonido de viento que trajo consigo era tan real que ella sintió el frío de una corriente helada en su cuarto. Después se escuchó el largo canto de una bocina, seguido de zampoñas y otros sonidos de instrumentos de viento.

La cubierta de cuero traía incrustaciones de diminutas piedras de colores, con las que se formaba la figura de un colibrí en pleno vuelo

 

El secreto de los colibríes

Cientos de caminos ha recorrido esta historia, hasta llegar a éste, que es un camino sin retorno, al que arriba solo quien ha sido escogido.

Ven pronto, corre, cierra la puerta; que no te vea nadie, que no entre ni el viento. Has llegado hasta nosotros, los Custodios de la Semilla, los que cuidamos la fuente, los que estamos desde el inicio en el lugar donde se guarda la vida.  Camina en silencio, con cuidado, para que no despiertes a nadie, para que solo te escuchen los que deben hacerlo. Si quieres canta, pero con tu voz más dulce; pon almíbar en tus labios y seda en tus manos, para que lo que toques sienta tu suavidad. Y hazlo en silencio.

Ahora eres parte de nosotros, los cantos del colibrí, el pájaro que no canta. Nosotros cantamos por él, somos su voz y él es nuestras alas, nuestro color, nuestra fuerza.

En cada lugar hay algunos de los nuestros: los guardianes de las puertas, los Custodios de las Semillas.

Respira con la Tierra, danza con la Tierra, celebra sus fechas sagradas, pues esos días ella abrirá sus tesoros para ti. Sacará a relucir sus riquezas de sus grutas profundas y te las entregará.

La vida yace dentro de la tierra y allí la cuido,

tan pequeña como es, puede volverse gigante;

está dormida, cuando despierte me rodearán sus verdes brazos,

sentiré su fuerte olor a savia, a energía, a fuerza.

Cuando la vida duerme en su lecho de tierra yo la cuido

cuando se despierta y crece, cuando brota, cuando florece

cuido que nadie interrumpa su ciclo, su desarrollo.

Cuando se vuelve grande y es alimento, ella me cuida.

Este un retazo de voz de los autores presentados y una pequeña muestra de la literatura infantil ecuatoriana, que está conformada por una docena de autores en ejercicio constante; hay otros temas y otros énfasis, diferentes modos de decir y opciones literarias totalmente alejadas del tema aquí tratado, algunas con mucho éxito. Escogí la línea de lo intercultural y de la identidad para presentar en este foro la producción actual de literatura para niños del Ecuador, porque creo que es la veta más rica y que mayores aportes hace al desarrollo de nuestra literatura y la que más cultores tiene.